Elogio del alambrado

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Domingo Faustino Sarmiento, introductor de los gorriones, de la alfalfa, del tamarisco y hasta de las primeras maestras protestantes entre otras minucias, era un vehemente defensor del mismo llegando a decir en una de sus exageraciones que “antes del alambrado, podría decirse: todo el país es camino”. ¿Tendría razón el sanjuanino?

Y si de él hablamos a los adversarios que se oponían a “cercar la pampa” les increpó: “lo que les propongo viene del sentido común de los agricultores del mundo. ¡Cerquen, no sean bárbaros!

Más mesurado en sus juicios,pero igual de convencido, José Hernández, el autor de Martín Fierro, escribió hacia 1882 que “la modificación de mayor importancia introducida en la industria rural ha sido la de los alambrados”.

Y Estanislao Zeballos embargado ya en aquel entonces por un verdadero sentimiento patriótico supo afirmar que “los alambrados argentinos son extraordinarios”

Hay alambrados y alambrados. Están los de excelente confección que llegan hasta tener cinco hilos de alambre. Una maravilla. Con buenos postes de ñandubay –árbol típico del litoral argentino- que ha prestado un servicio fundamental en las zonas rurales. Pero también están los de carapachay y hasta de álamo sulfatado. Y con varillas de la mejor madera. Hay memoriosos que recuerdan los postes hechos con madera de quebracho colorado –seguramente de algún rezago del ferrocarril- casi para toda la vida. Sin duda que debe ser una exageración de la cultura popular aquellos versos famosos del juego del truco: “Alambrado de siete hilos/ postes de ñandubay/ un molino marca guanaco/ y una flor del Paraguay”. Pero no así el famoso refrán que alude a que “lo pasaron como alambrado caído”.

Otros adminículos son indispensables compañeros del alambrado: por ejemplo las torniquetas, también llamadas “golondrinas” que sirven para tensar los alambres y hay que ser baqueano para saberlas colocar, pues “se usa precisamente para accionar sobre un cuadrante que ésta tiene sobre su lateral”, según Jorge Balbuena, escritor de los pagos de Río Colorado. Las enigmáticas llaves “california” (estampadas o forjadas) que supo glosar José Larralde en uno de sus poemas: “hace maneas, california y sangra”.

Hay formas y formas de pasar los alambres para que quede bien parado: por los agujeros de los postes o bien agarrados a éstos por “maneas” como lo señalaba nuestro juglar campero.. O sea un buen alambrado y en éste orden: “las varillas “maneadas”, los hilos de alambre bien “tirantes” y los postes verticales”.

En parajes pedregosos como los de la meseta de Somuncurá no es raro ver los postes afirmados por un amontonamiento de rocas basálticas en su pie al ser muy dificultoso poder clavarlos, por la dureza del terreno.

Una leyenda negra o no tanto relacionada suele contar que a veces en lugares de litigio “los alambrados caminan solos por las noches”. Pero también de esa forma se han cometido muchas injusticias.

Hay refranes que también se han referido a éste cerco de alambre y que advierten que el que “vuela lo perdiz se descogota en el primer alambrado”. ¡Cuidado entonces!

Y también sus postes han sido el lugar preferido por excelencia para anidar los horneros, sino que lo digan estos versos: “Y sobre un poste del alambrado se vio el ranchito pintiparado”. ¡Y cuántas veces han servido como atalaya de los búhos y de las lechuzas! ¡Cosas de mandinga!

Un párrafo especial lo merece sin duda el alambrador –oficio rural que se quiere perder como tantos otros-. Sí, el esforzado alambrador patagónico que es un maestro en el arte difícil de alambrar. Un artesano que conoce su oficio en forma empírica y que sabe por su propia experiencia “que un alambrado nunca es igual a otro”.

Algunos dirán cosas de campo, pero en las ciudades también hay cercos y alambradas, verbigracia: en los estadios de fútbol, separando el campo de juego de la vehemencia de las hinchadas. Es que también ha sacado carta de ciudadanía.

Y si hablamos del alambrado no debemos obviar a las tranqueras, sus compañeras entrañables, pero ellas por su profusión y abundancia merecen otra crónica.

Jorge Castañeda

Escritor - Valcheta

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