Por Osvaldo Mario Nemirovsci*
“Lo peor ya pasó” – Dice Milei mientras expone agravantes a
lo que él mismo considera que fue lo peor, entonces, esconde en sus cifras que
el aumento a los jubilados es falaz pues un 14% sobre el hipotético 10,5% de
inflación, para 2026, solo coloca un 4% más, en un haber que está degradado ya,
en un 40%. Siguen debiendo a los trabajadores pasivos más de un tercio de sus
salarios.
O que quitan subsidios al consumo de gas en localidades de
bajísimas temperaturas, o que abandonan la meta del 6% para Educación. Lo
quitan, así nomás. ¡Agua va! Y se va ese objetivo tan necesario. Entonces
tenemos razonables dudas que concrete el aumento a las Universidades.
Como nada cambia, y algo empeora y “el rumbo se mantiene”,
al decir “lo peor ya pasó”, suponemos que ahora viene algo peor que lo peor y
como no existe, en idioma castellano una única palabra que sea un sinónimo
exacto de "peor que lo peor", pueden utilizarse vocablos como
"pésimo", "infausto", "nefasto",
"desastroso". Si siguen así, eso es lo que llega.
La ideología puede ser apta para construir teorías o
imaginar mundos utópicos, pero para gobernar se requiere política, en un valor
que equilibre principios con realidad.
El manejo fiscal de un país, en términos de déficit o
superávit, debe responder a una visión política clara, no a un dogma rígido,
como el que ha elevado el presidente Milei al convertir el superávit en un
ídolo intocable.
En su discurso abusa, hasta el hartazgo, hablando del
déficit fiscal y centrando en ese valor contable el único dato que hace al
interés de su gobierno. Para Milei no hay millones de personas que la pasan mal
y ante las cuales disculparse, no hay una enorme caída en las ventas minoristas
del 20% en el último trimestre, no hay un dato estremecedor como que ¡la
capacidad industrial está al mismo nivel que tuvo durante la pandemia!
Solo déficit fiscal. La obsesión por "cerrar los
números" ha justificado decisiones éticamente reprobables.
En la obcecación por alcanzar ese superávit, se han
vulnerado derechos sociales y civiles de muchos años. La búsqueda de un
equilibrio fiscal se ha priorizado por encima de la ética y el bienestar
colectivo, recurriendo incluso a maniobras contables cuestionables. Para
lograrlo, se ha golpeado duramente a sectores vulnerables: jubilados (en este
caso, el golpearlos no es una metáfora escrita, la policía, cebada y violenta,
los reprime todos los miércoles en sus marchas), médicos, docentes y empleados
públicos han visto deterioradas sus condiciones de vida, mientras la inversión
en obra pública se redujo a cero, condenando a provincias y municipios al
abandono y deterioro de caminos, rutas, puentes y edificios esenciales.
Lejos de innovar, este enfoque no es más que un ajuste
ortodoxo, repetido y predecible en la historia del país. Esta gestión
económica, hostil a la producción y a la industria nacional, ha contraído la
microeconomía y debilitado el tejido social. La contención de la inflación,
lograda a costa de mantener el dólar artificialmente bajo, deprimir salarios
públicos y privados, congelar haberes jubilatorios y desatender infraestructura
clave —como rutas, ferrocarriles y puertos—, no es un logro sostenible. La estabilidad
de precios, producto de una contracción económica severa, es un espejismo que
comienza a desvanecerse.
Cuando el Congreso intentó mitigar esta situación, aprobando
leyes para destinar un mínimo porcentaje del presupuesto a mejorar las
jubilaciones y financiar universidades nacionales, el gobierno respondió con
vetos. En un acto particularmente insensible, se recortaron subsidios, partidas
y medicamentos para personas con discapacidad, un colectivo que ya enfrenta
enormes desafíos en su movilidad, terapias y educación.
Sin embargo, el dogma del superávit fiscal no es una verdad
universal. En 2024, la mayoría de los países de la Unión Europea registraron
déficits fiscales, algunos significativos: Rumania (-9,3%), Polonia (-6,6%) y
Francia (-5,8%), entre otros. Potencias como Estados Unidos, China, Japón,
Brasil y Canadá, así como economías estables como Chile, Colombia o México,
también operan con déficits sin que ello implique inflación descontrolada o
abandono de sus sectores más vulnerables.
La narrativa de Milei y sus seguidores, que repiten cual
cacatúas de un solo idioma, que “no hay
plata” para médicos, docentes o jubilados, es falaz. O se juramentan en
lamentables actos escénicos para afirmar
que no darán un paso atrás en el tema fiscalista.
Es todo mentira, es todo producto de un desaforado amor
ideológico para con la literatura libertaria. Y mienten en datos que solo
absurdas imaginaciones pueden dar por ciertos como los famosos 12 millones
“sacados de la pobreza” o “el gran apoyo popular que recibe este gobierno”
(dato que no parece llevarse bien con las cifras electorales, y solo existen en
encuestas dudosas).
Los recursos existen: en exenciones impositivas a grandes
empresas, en tributos no cobrados sobre bienes personales y en gastos gubernamentales
superfluos. Y, en última instancia, un déficit fiscal moderado, de un 2 o 3%,
podría financiar mejoras sociales sin desestabilizar la economía.
Gobernar requiere política, no ideología. Milei, aferrado a
un liberalismo dogmático, parece olvidar que liderar un país implica priorizar
el bienestar colectivo por encima de cualquier credo.
La rigidez ideológica es una mala consejera para quien tiene
la responsabilidad de conducir un Estado.
*Diputado Nacional mc – Río Negro

1 diciembre 2025
Opinion