Por Roberto Mandado*
En nuestro país, ganar una
elección legislativa suele celebrarse como señal de fortaleza. Pero la
experiencia muestra que una victoria en medio del mandato es apenas un capítulo
del relato: sirve para medir el clima político, no para asegurar su desenlace.
Raúl Alfonsín asumió el
regreso democrático con un horizonte de transformaciones. El intento de
democratizar los sindicatos a través de la Ley Mucci derivó en un choque con la
dirigencia gremial, expresado en 13 huelgas generales. El triunfo de 1985 le
dio aire en el Congreso, pero la presión militar, los retrocesos en la agenda
de derechos humanos y la crisis económica que desembocó en hiperinflación
terminaron por desmoronar su liderazgo. La legitimidad de origen no alcanzó
para garantizar estabilidad.
Un caso diferente fue el de
Carlos Menem en 1995. Tras el caos económico de fines de los ‘80, la
convertibilidad entregó previsibilidad a amplios sectores de trabajadores y
clase media. Esa sensación de tranquilidad cotidiana resultó decisiva para la
reelección: el electorado apostó por conservar un orden que parecía funcionar,
aun a costa de profundizar un modelo regresivo.
Mauricio Macri tropezó con una
ilusión similar. Con el espaldarazo electoral de 2017 creyó contar con apoyo
duradero para políticas de ajuste. La Reforma Previsional cambió el escenario:
miles de familias se sintieron lastimadas y las calles anticiparon lo que
dirían las urnas en 2019. Se comprobó que el apoyo institucional no reemplaza
al respaldo social.
En cuanto a Alberto Fernández,
la combinación de pandemia, inflación y sequía configuró un escenario
excepcionalmente adverso. La derrota de 2021 evidenció un agotamiento visible
en distintos sectores: trabajadores sin recomposición real, clase media
desgastada, jóvenes sin horizonte claro. No fue rechazo a una ofensiva
regresiva: fue desilusión por expectativas incumplidas.
Es decir: cada ciclo tiene sus
propias dinámicas, pero todos coinciden en algo esencial de la cultura política
argentina: el voto intermedio es más advertencia que consagración.
Lo mismo cabe recordar mirando
el 2025: el oficialismo pudo haber fortalecido su representación legislativa,
pero ningún mandatario puede sentirse dueño del futuro por una elección
favorable. El humor social en Argentina es exigente y cambia rápido si la vida
diaria no mejora.
Marx escribió que la historia
puede repetirse como tragedia y luego como farsa. La experiencia nacional
confirma que las señales del electorado no se ignoran sin consecuencias.
Desde una perspectiva
peronista, el desafío es asumir esta realidad con claridad: no alcanza con
esperar que la crisis desgaste al adversario. Se requiere ofrecer un horizonte
de derechos, inclusión y movilidad social que vuelva tangible la idea de
comunidad organizada. Como insiste el Papa Francisco: “la unidad es superior al
conflicto”; no como silencio obligado, sino como acuerdo sobre un camino común.
Perón lo sintetizó con su
habitual precisión:
“Cuando los pueblos agotan su
paciencia, hacen tronar el escarmiento.”
Hoy, ese “escarmiento” tiene
protagonistas concretos:
trabajadores formales y
informales, organizaciones barriales, docentes, pymes, jubilados, jóvenes que
reclaman un lugar en el mundo.
Porque el sostén de cualquier
proyecto político es la mejora de la vida real. Donde hay incertidumbre, el
voto se vuelve señal de alarma; donde hay derechos y futuro, se convierte en
reafirmación.
Borges escribió en El Aleph:
“Vi el Aleph desde todos los
puntos, vi el universo y me sentí abrumado.”
La política debería tomar esa
advertencia: mirar todo el cuadro, no solo la foto de una noche electoral.
El que lo entiende, gobierna. El que no, ya empezó a perder.
*Militante, Politólogo, Sec. Legislativo del bloque Vamos con Todos en el Concejo Deliberante de Viedma

1 diciembre 2025
Opinion