Por Pedro Pesatti*
El mercado de trabajo es el principal escenario donde esta desigualdad se gesta y reproduce. La primera asimetría radica en el acceso mismo: según datos del INDEC para el primer trimestre de 2024, la tasa de actividad masculina fue del 72,4%, mientras que la femenina se estancó en el 52,2%. Esa brecha de más de veinte puntos se traduce en millones de mujeres fuera de la fuerza laboral. Para quienes logran ingresar, el camino es todavía más hostil: la desocupación femenina (7,8%) supera a la masculina (6,1%). La disparidad más cruda, sin embargo, se revela en el salario. Un informe del Centro de Economía Política Argentina (CEPA) de marzo de 2025 estimó la brecha en un 27,7%, una cifra que se dispara por encima del 34% en el universo informal. La paradoja es que esta penalización convive con una mayor inversión en capital humano: el 31,5% de las trabajadoras cuenta con estudios superiores, frente a solo el 19,7% de los varones. La diferencia, por lo tanto, no es un problema de formación, sino de valoración.
Ahora bien, si el mercado laboral es el escenario, la economía invisible del cuidado es su motor. El dato más elocuente surge de la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (INDEC, 2021): las mujeres dedican 6 horas y 31 minutos diarios a tareas de cuidado no remuneradas, en contraste con las 3 horas y 40 minutos de los hombres. Esa diferencia equivale a una segunda jornada laboral que no se paga. La “penalidad por maternidad” es su correlato económico directo. De hecho, ONU Mujeres (abril de 2024) calculó que la brecha salarial entre madres y padres con hijos a cargo trepa a un devastador 65,1% para quienes tienen niños menores de seis años en el sector informal.
Esta dinámica encuentra su epicentro en los hogares
monomarentales. Informes de UNICEF Argentina (julio, 2025) alertan que la
pobreza e indigencia infantil se agudizan drásticamente en estas familias. A
esta vulnerabilidad se le añade una falla sistémica del aparato de justicia:
según el mismo organismo, el 56% de las madres no percibe la cuota alimentaria.
El resultado es una profunda falta de autonomía: una de cada cuatro argentinas
carece de ingresos propios.
En este contexto, el rol del Estado exhibe una profunda contradicción. Por un lado, la Asignación Universal por Hijo, cuyo 96% de titulares son mujeres, funciona como la principal red de contención. Pero, en paralelo, la política pública desarticula los programas que promueven la autonomía. Un informe de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ) de junio de 2024 reveló que el presupuesto para políticas de género sufrió un ajuste real del 62% en el primer cuatrimestre del año, mientras que el Programa Acompañar, clave para víctimas de violencia, vio su ejecución recortada en un 79%. A futuro, el fin de las moratorias previsionales proyecta una sombra aún más densa, ya que sin ellas, nueve de cada diez mujeres no logran reunir los 30 años de aportes para jubilarse, condenándolas a una vejez de mayor precariedad.
En definitiva, el diagnóstico que emerge de los datos es
inequívoco: la feminización de la pobreza no es un efecto colateral de la
crisis, sino un pilar sobre el que se organiza la desigualdad argentina.
Ignorar esta dimensión no es solo una omisión ética; es un error estratégico
que socava la cohesión social e inhabilita cualquier proyecto de desarrollo
integral del país.

1 diciembre 2025
Opinion